La LOE en su artículo 120.4 establece que “los centros, en el ejercicio de su autonomía, pueden adoptar experimentaciones, planes de trabajo, formas de organización, en los términos que establezcan las administraciones educativas”. Evidentemente estas actuaciones tienen su encaje en el marco de autonomía que la ley otorga a los centros y que cada comunidad autónoma regula en función de sus propios criterios, con el fin de permitir que los centros educativos desarrollen proyectos propios. Son, por lo tanto, actuaciones que deben ser apoyadas y potenciadas, ya que de ellas depende en gran medida la existencia de cierta autonomía que los centros deben aprovechar para mejorar su oferta educativa, para imprimir un carácter determinado a su imagen o simplemente para optimizar sus recursos.
Y hasta ahí, nada que objetar. Sin embargo cuando se permite que los centros cuenten con la posibilidad de “impartir asignaturas en una lengua extranjera”, nos adentramos en otro terreno.
Prácticamente todas las comunidades autónomas desarrollan en sus centros programas bilingües. Los programas bilingües que gozan de cierta seriedad, es decir los que cuentan con un marco normativo claro suelen asegurar, con mayor o menor acierto, con mayor o menor fortuna, la enseñanza de una lengua extranjera en un marco de correcta progresión lingüística y con el adecuado apoyo institucional. Y esa mínima seriedad exigible pasa por asegurar un adecuado inicio de la enseñanza bilingüe y garantizar su continuidad.
Permitir que un centro que no esté autorizado a impartir un programa bilingüe pueda impartir asignaturas en una lengua extranjera puede ser una frivolidad y un riesgo para los alumnos. La impartición de una asignatura en una lengua distinta a la propia requiere que los alumnos tengan previamente unos conocimientos lingüísticos que les permitan entender y comprender las explicaciones que reciben. Sin esos conocimientos se producen dos efectos negativos: el profesor debe recurrir al uso de las dos lenguas en la clase, algo que los expertos desaconsejan totalmente, y los alumnos deben dedicar una gran parte del curso a intentar adquirir los conocimientos lingüísticos en detrimento de los conocimientos de la materia que estudian, lo que conduce a una enseñanza deficiente y claramente perjudicial para los estudiantes.
Aunque su recuperación es bastante rápida especialmente a edades tempranas, el desajuste lingüístico inicial que implica el estudio de una asignatura en otro idioma no debe producirse más de una vez a lo largo de la escolaridad y por lo tanto cualquier modelo de enseñanza bilingüe debe garantizar, como mínimo, su inicio en el primer curso de la etapa en la que se desarrolle, su continuidad a lo largo de toda la etapa y la necesaria habilitación de maestros y profesores. Eso es una difícil tarea para cualquier centro ya que, por sí mismo, ninguno puede garantizar la continuidad ni la progresión de esas enseñanzas y el proyecto puede quedar en un experimento de resultados negativos.
Por tanto, parece más razonable que, por el bien de los alumnos y de las enseñanzas que se les ofrecen, los centros que deseen impartir asignaturas en una lengua extranjera lo hagan en el marco del programa bilingüe de su comunidad, con el fin de ofrecer una enseñanza bilingüe de calidad y con las garantías necesarias. De este modo, las comunidades autónomas no pondrían en riesgo la calidad de un modelo de enseñanza que produce enormes beneficios a los alumnos y las familias no sufrirían una suerte de experimentación sobre sus hijos que podría resultar más perjudicial que beneficiosa.
Por lo tanto, a pesar de la buena voluntad con la que sin duda los centros pueden ofertar esas enseñanzas en los centros no bilingües, las administraciones educativas deberían promover el incremento del número de horas de lengua inglesa, que siempre es beneficioso para el alumno, pero no permitir la impartición de asignaturas en inglés fuera de un programa bilingüe.
Xavier Gisbert da Cruz Ex-Consejero de Educación en la Embajada de España en Washington